Marc Tarrés Vives | 26 de julio de 2021
Hoy el Estado de Derecho se ha convertido casi en un eslogan constantemente blandido en el debate público, tanto en España como en otros países. A menudo confundido con la concepción inglesa del rule of law.
La expresión «Estado de Derecho» encuentra su razón en una singularidad que se remonta a la teoría del Rechtstaat, forjada por la doctrina alemana del siglo XIX. Se trata de una noción que ha evolucionado en función de las vicisitudes históricas, algunas traumáticas, vividas por el país durante la primera mitad de siglo XX.
Su objeto es tanto fundamentar como limitar jurídicamente el poder del Estado. Tal aparente contradicción es difícil de entender si no se atiende a la nítida separación entre Estado y sociedad que se conforma en Alemania durante el periodo que va de la Revolución de 1848, frustrada en su deseo de unidad nacional por el temor de Prusia al espíritu liberal y democrático que la anima, a la unificación realizada finalmente tras la guerra franco-prusiana de 1870 y la coronación de Guillermo I en Versalles (1871).
La era Guillermina supondrá que la administración y el ejército quedarán bajo la esfera del monarca, mientras al Parlamento, como manifestación de la sociedad, corresponderá el ejercicio del poder legislativo y, en consecuencia, la legitimidad para limitar los derechos de los ciudadanos, tanto en su esfera de libertad personal como patrimonial. En esa dualidad, la aprobación de los ingresos (vía impuestos) como de los gastos (vía presupuestos) del Estado será causa de tensiones políticas entre los dos poderes. Precisamente la no aprobación de los presupuestos generales -ley por excelencia y, aún hoy, la más relevante que aprueba cualquier Parlamento- durante la época de Bismarck dará origen a esa práctica, bastante recurrente en nuestro país, consistente en la prórroga de últimos aprobados.
Tal como diría Carl Schmitt, lo que desde el siglo XIX se venía entendiendo como «Estado de Derecho» era, en realidad, el Estado legislativo parlamentario. El lugar preminente que en ese modelo jugaba el Parlamento dotaba a la ley de una legitimidad que provenía precisamente de ser fruto del debate y acuerdo del «cuerpo legislativo». Tal circunstancia, sin embargo, va quebrándose a medida que a ese cuerpo van incorporándose representantes con intereses claramente contrapuestos e irreconciliables que convierten la sede legislativa en «lugar de lucha». De ahí la crisis del parlamentarismo liberal y el surgimiento en las primeras décadas del siglo XX de alternativas que harán entrar en barrena al Estado liberal.
La recepción de la formulación hecha por la doctrina jurídico-pública germana en nuestro país y otros de la Europa continental, incluyendo Francia, no podía ser lógicamente una mera traslación de un modelo que correspondía a circunstancias muy peculiares. Sin embargo, el modo de actuar de Alfonso XIII en sus relaciones con las Cortes podía ofrecer similitudes con el de su primo Guillermo II, lo cual no dejó de crear tensiones y a la postre terminar con su reinado sin haber perdido una guerra.
Pero tanto en España como en Francia o Italia, Estado de Derecho queda como fiel trasunto de un axioma liberal de máxima relevancia que es el «principio de legalidad». Principio que se encuentra recogido en los textos constitucionales de nuestro entorno y también en nuestra Constitución de 1978 (art. 9.3). No obstante, el papel de la ley, por diversos motivos, se ha ido desnaturalizando a medida que el Parlamento, cada vez más, se convierte en mera comparsa de las iniciativas legislativas del Gobierno. No quiere decirse que el foro parlamentario haya dejado de ser lugar de exposición política, sino que las leyes ya no encuentran en él su único origen.
Tal como diría Carl Schmitt, lo que desde el siglo XIX se venía entendiendo como «Estado de Derecho» era, en realidad, el Estado legislativo parlamentario
Además, el papel dado a disposiciones con fuerza de ley emanadas del poder ejecutivo no ha dejado de crecer de manera exponencial en el caso de nuestro país, tras recogerse la figura del Decreto-ley en los Estatutos de autonomía objeto de reforma en la primera década de este siglo y extenderla a los ejecutivos autonómicos. La situación creada con la pandemia no ha hecho sino reforzar este instrumento normativo hasta llevarlo incluso a modificar normas reglamentarias que, dicho sea de paso, tienen un procedimiento de elaboración más «farragoso».
Hay que reconocer que hoy el Estado de Derecho se ha convertido casi en un eslogan constantemente blandido en el debate público, tanto en España como en otros países. Alejado de su concepción original, a menudo confundido con la concepción inglesa del rule of law (de origen histórico muy diferente), su recurso no designa nada preciso en Derecho español (más allá de contenerse en los términos del art. 1.1 de la Constitución). Su sistemática invocación, en ocasiones de un modo casi extemporáneo, puede llegar a causar fastidio.
Pese a ello, se trata de un elemento que debe ser tomado en serio. En primer lugar, expresa de manera clara, y entendedora para todos, una idea fuerte del Derecho y de confianza en las decisiones que se adoptan a partir de aquel; en segundo lugar, revela una exigencia cada vez más presente en la ciudadanía a favor de la protección de sus derechos fundamentales o, sencillamente, de un trato adecuado por parte de las autoridades públicas. Finalmente, reivindicado por el propio Estado -en un sentido amplio- deviene un símbolo de su virtud y constituye un factor importante de legitimación de su poder y por ende de sus decisiones.
Asunción de la Iglesia Chamarro
La ilusión liberal lo será en sentido positivo de esperanza y continuidad si se acierta a diseñar una adaptada distribución del poder entre distintos órganos o instancias y se mantienen operativos con eficacia fiscalizadora los sistemas de control.
Percibo una autocomplacencia bastante extendida entre los pensadores o los seguidores explícitos del liberalismo. Si la había de los socialdemócratas o los democratacristianos, las crisis de dichos espacios ideológicos los hizo bajarse de la atalaya, pero aún no ha sucedido así con los liberales.